
Viajaba por una carretera en un día de sol y calor. Desde lo alto veía una playa de arena blanca y agua turquesa. De un momento a otro, el agua subió y cubrió por completo una silla de playa. Cubrió la playa entera, lenta e implacablemente. Pensé en el dueño de aquella silla, no se veía nadie cerca ¿en donde estaba aquel hombre?
Más adelante, no mucho más una mujer tomaba sol tumbada en la arena ignorando el peligro del agua turquesa, de la ola lenta... Me desesperaba su inconsciencia. Ella moriría si se quedaba ahí. ¿Acaso moriría como el dueño de la silla?
El paisaje cambió. Ya no me encontraba en la cima de aquella montaña. Había descendido algo. El paisaje de la playa seguía siendo hermoso y lejano. Yo caminaba por un acantilado. Sentía miedo de caer. Sentí miedo por la altura y por el agua lenta y turquesa. Regresaba por donde había venido, quería salir de allí. Me sentí mejor cuando mis pies pisaron la llanura vasta, la seca chatura...
Volví al acantilado, esta vez mucho más angosto y frágil. Allá abajo el agua tranquila rompía la silueta de un hombre muerto. La partía, la mecía. El acantilado era un angosto camino por el que yo avanzaba a gatas llena de miedo. El miedo crecía a cada paso dado, con cada piedra que se desprendía... El camino se angostaba hasta desaparecer, ya no había camino, solo podía ir volver.
Volver me daba más miedo que quedarme quieta. El agua sin tiempo, suave seguía trabajando en destruir aquel registro de muerte.
Llena de terror volvía, despacio, con cuidado de no terminar de romper aquel camino debilitado. Quería que se terminara, busqué en mi cabeza miles de formas absurdas para que se terminara aquel miedo horrible. Solo me quedaba andar. Con cuidado, de espaldas hasta llegar nuevamente al principio del camino. Las rocas se habían caído. Para llegar al inmenso llano, tenía que saltar. Mis pies se apoyaron justo antes de despertar...
Despertar a la vida... lenta e implacablemente volvieron a mi las sonrisas turquesas...